De una humilde casa en Padrón a ese Madrid convulso de Isabel II, la vida de Rosalía de Castro no fue fácil en la adustez castellana, mantuvo siempre su añorada tierra gallega en la retina y de esa melancolía fue impregnando sus versos. “Carnés sabe ver la esencia de la mujer libre, altruista y luchadora que fue Rosalía”, escribe María Xesús Lama, experta rosaliana y responsable del prólogo de esta bella edición ilustrada por la artista valenciana Aitana Carrasco.
Carnés pone el foco en la intimidad de sus versos, en esa capacidad de Rosalía para no necesitar de grandes epicidades a la hora de invocar la belleza de la palabra escrita. “El llamado localismo rosaliano es la raíz más honda de la universalidad poética de la autora […] Las emociones poéticas que laten en los versos de la poeta, tan limitadas al espacio breve de la aldea, de su pequeño ámbito pueblerino, son las emociones de toda la España sufrida, de todo el universo dolorido”, escribía la autora de Tea Rooms. Mujeres obreras (1934, Hoja de Lata, 2016).
Presagiaba Carnés en su tumultuoso exilio mexicano un generoso reconocimiento para con la gallega. Uno que atendía a la necesidad de reivindicar su “lenguaje popular, sencillo, lleno de pureza y casticismo localista”, el mismo que cambiará la mirada de muchas generaciones venideras y que les “arrancará las gafas del diablo”, esas que todo lo “embellecen con falsos colores”, abundaba la periodista. Y lo cierto es que, si bien en un principio el legado de la gallega no corrió la mejor de las suertes, el tiempo terminó por darle la razón.