Puedo reconocer en mi escritura una preocupación por la condición vapuleada y sobre todo, vaciada de la palabra que es -ni más ni menos- nuestro material de creación. Saber que estamos edificando con material de derribo, con escombros, plantea muchos desafíos. ¿Cómo no reflexionar sobre lo que constituye la materia prima con la que trabajamos? No concibo una escritura que eluda esa reflexión sobre los límites y resistencias del lenguaje.
La depuración a la que haces referencia quizás tenga que ver con una vocación de rescatar y ordenar escombros, para restituir esa palabra que se nos entrega desahuciada a algún tipo de residencia común. Pero el concepto de santuario es excesivo: se trata de una palabra rescatada del suelo y quizás el único “santuario” viviente (que no sea simulacro o artefacto) que puedo imaginar en este momento sea la garganta de un niño que pronuncia por primera vez esas palabras saqueadas y las devuelve al mundo vivificadas, latiendo de nuevo.
Hay en tu escritura un ahondar hacia el horizonte infinito de lo oscurecido, con una pequeña luminaria en la mano, para iluminar y dar voz a todo aquello invisible e invisibilizado, a lo débil, a lo blando, a lo más frágil, aquello que tan acertadamente nombró Pizarnik : «mis ojos buscaron refugio en las cosas humilladas, desamparadas, pero en amistad con mis ojos he visto, he visto y no aprobé.» Si entendemos el yo poético como una posición política y personal frente a la vida y en la vida, lo esencial de tu escritura ¿pasaría precisamente por ese refugio, por ese repliegue y condensación de lo minúsculo? ¿Es esta búsqueda la que teje tu poesía?
Rotundamente sí: somos condicionados desde que nacemos para vivir enajenados, distraídos por estímulos que nos interpelan a cada momento.
Reducimos “política” o “compromiso” en la escritura a una manera de tematizar o a cierto consignismo, cuando implica fundamentalmente la forma de relacionarnos con lo más pequeño, lo ignorado, la forma de cuestionar la ceguera que nos constituye individual y colectivamente.
No hay nada demasiado pequeño o insignificante para ser poetizado o puesto en relación radiante con nuestra propia percepción a través del lenguaje poético. Y si eso sucede, deberíamos cuestionar más bien nuestra propia miopía, la falacia de la separación, la ilusión del que habla de forma aislada y repite “yo” como una superstición o una manera de declarar su ceguera.
El lenguaje es el territorio de lo común, de la comunidad. A través de mi escritura procuro hacer visible no sólo aquello que no lo es por nuestra minusvalía sensitiva, sino lo interesadamente invisibilizado: los pequeños holocaustos cotidianos, las omisiones, nuestras violencias más íntimas.
El lenguaje poético contiene la semilla de la insumisión, de hacerse desobediente ante una forma de mirar el mundo y de nombrarlo; política es el lugar en el nos situamos como enunciadores, desde qué posición (iluminada, subalterna, omnisciente, descentrada, etc.) hablamos.
Da igual si lo hacemos sobre un pájaro, un diente de leche o un acontecimiento íntimo. En mi opinión, la carga política de un poema no se cifra en determinadas temáticas, sino en la insistencia con que nos invita a respirar de otra manera en un sistema que nos asfixia, a resistir para que nuestros párpados no caigan definitivamente de resignación.
La singularidad de tu poética estriba tanto en la arquitectura y pulido del poema, ritmo eclosionador de esas invisibilidades, como en «saber esperar esa palabra surtida del hambre/ entrañada y necesaria» ¿De dónde surge esa paciencia, cómo se conforman las imágenes poéticas y cuál es el proceso de escritura que sostiene estas singularidades?
Quizás esa paciencia surja del intento de respirar de manera diferente a la que nos empuja el tiempo de la productividad y la autodestrucción.
La cultura de la alta velocidad que arrolla nuestra subjetividad y es profundamente anti-poética, traduciéndose, entre otras cosas, en la creciente incapacidad para entregarnos a esa actividad no productiva pero vital de la ensoñación. Tal como hacen -lamentablemente cada vez menos- los niños, expulsados de su infancia de forma prematura para ingresar a la banda ancha de un mercado que no quiere sujetos creativos.
Nuestra atención salta de un asunto a otro en un zapping voraz que quiebra esa posibilidad -vital para un poeta- de establecer intimidad y no meras relaciones de “clic” con el mundo.
Las redes sociales se tienden con su promesa casi infinita de expansión (al modo de las corporaciones) pero apenas hay tiempo para sentarse a hablar con un “otro” que se va desmaterializando hasta la condición espectral de “contacto” en una ilusión de simultaneidad en la que que todos hablan a la vez y muy pocos escuchan. Así nos quieren en definitiva: ciegos y veloces, pulsando el botón “me gusta” o “aceptar” de este sistema sin demasiado conflicto interno.
La poesía es crecientemente incómoda en nuestras sociedades uterinas: no queremos saber que la vida es frágil y existe la muerte. En este punto, y sin subestimar el rol de ciertas políticas restrictivas, me pregunto: ¿no es esta vida ciega la que se aleja cada vez más e incluso expulsa lo poético de su seno? A la poesía le pasa lo que a los bosques: cada vez más escasos y por ello, más necesarios para respirar. Una cuestión de resistencia del espíritu humano ante el arrase. Una creciente cuestión de supervivencia.
Respecto a tu pregunta sobre la génesis de las imágenes poéticas, después de años de escritura, sigue siendo un enigma: siento una música, una vibración que se acerca y comienza a rondar con insistencia. Otras veces, un relámpago cruza la percepción cotidiana y la deslumbra. Y luego, ese “encuentro” deja su impresión, insemina algo que se mezcla con mi materia más indigente y blanda, se va gestando a su ritmo, entregado a su propio tiempo, al que intento no violentar.
Creo que ambas cosas: grito ante la realidad doliente, y también gasa como pretende ser la última sección del libro: “Karuna” (que significa compasión en sánscrito), no como consuelo fácil sino compromiso de no dejar abandonado al lector después de proponerle un recorrido por realidades muy duras; un posicionamiento espiritual y político.
No podemos convertirnos en aquello que repudiamos, permitir que la dureza de un orden criminal nos arrastre en su enajenación de valores como la ternura, la ayuda mutua, la caricia al otro. Por ello, en algunos pasajes del libro soy la niña: me embarro, no puedo ser sólo la antropóloga, la que toma distancia. Creo que si de alguna manera el libro no se queda en una simple visión exterior y apiadada, es porque está escrito tratando de guardar las rodillas lastimadas de mi propia infancia, como apuntara con mucha lucidez Leonardo Torres.
Los poemas de Materia Oscura nacen como rebeldía ante el mandato de cerrar los ojos para seguir viviendo, una negativa a olvidar el sacrificio que sostiene el mundo en que nos movemos.
Hay una línea fácilmente identificable, una trinchera abierta que comunica ambos libros. La conciencia en tu poesía es palpable y regeneradora, no da tregua al lector para subterfugios o falsas condescendencias, pero sí pide un elevado nivel de atención cultivada y no sirve un mero paso por tus letras. ¿Sigues esta línea, esta misma trinchera, en tus actuales trabajos? ¿Es esta potencia evocadora que lleva a detener el ritmo frenético del lector fruto de un trabajo consciente o surge, por el contrario, espontáneamente en el proceso creativo?
No es deliberado y, desde luego, no me propongo tender emboscadas que obliguen al lector a detenerse. Creo que esa necesidad de leer con lentitud, de cerrar incluso las páginas para cobrar aliento, surge del mismo pulso con el que escribo: mi escritura avanza muy lenta, a ritmo casi de árbol, y de la manera en que me comprometo a vivir la escritura poética, procurando sustraerla tanto de cualquier noción de “carrera” (en una carrera, sea literaria o de galgos, está la promesa final de algún “trofeo”, la competencia con otros corredores, esa lógica olímpica tan capitalista), como de las exigencias socio-poéticas (sociología previsible de cualquier grupo pequeño donde además proliferan egos hipertrofiados) que terminan supeditando la escritura a grupos de afinidad o amistad, a compromisos ajenos a nuestras genuinas necesidades creativas. Hay una soledad ardiente y casi profiláctica que hay que abrazar para poder recorrer nuestra singularidad creadora.
En «Noche sin clausura», toma el relevo todo aquello que no ofrece resistencia: lo blando, lo pequeño, lo silencioso, las partes invisibles del cuerpo, lo roto o tullido, lo que puede llegar a ser pero no se escucha porque está rodeado de esa noche sin clausura, que se vislumbra sólo a través del poema. Tejiendo a la vez un canto contra el empobrecimiento de la palabra, contra el abuso que de ella se ha hecho y se hace, un antídoto. Se entrecruzan y emergen, pues, estas dos vetas del poemario. Como reza una de las citas al comienzo del libro: «para eso tendrás que abrirte el pecho y que coman de él animales que sólo así evitarán el lenguaje» (Antonio Rodríguez) o tú misma en el poema “Palabras”: “hace tiempo perdieron su savia pero seguimos enhebrándolas con fervor como talismanes…” ¿Es acaso esta confrontación metafórica y dialéctica, este símil tan bien entretejido, entre la función última del lenguaje y la oscuridad impuesta a lo desapercibido, una continuación que forma un díptico que acompañaría y daría continuidad a “Materia Oscura”, un paso más allá en el mismo descenso? ¿Qué necesidad te hizo transitar los territorios de esa noche sin clausura?
Esa continuidad casi umbilical entre ambos libros se fue haciendo visible por gracia de la lectura de otros. Fueron ellos quienes me revelaron esa continuidad, totalmente inconsciente para mí en el momento de la escritura. Esto es esencial porque muestra hasta qué grado el lector reconstruye el texto y se lo apropia.
Materia oscura funciona como una metáfora para hablar de aquello que sostiene nuestro bienestar e implica dolor para millones de vidas que permanecen invisibilizadas. Noche sin clausura también habla de ceguera; pero en este caso lo que la provocaría sería un exceso de luz, un velado por sobre-exposición que nos vuelve a dejar ciegos para percibir no ya los horrores más distantes sino los cotidianos, las vidas más ínfimas, las cosas más pequeñas con las que nos relacionamos a tientas, incluido nuestro cuerpo y ante lo que nuestra sensibilidad se va necrosando.
Además, en ambos libros está presente el tema de la dificultad del lenguaje y una especie de balbuceo que se torna afasia por exceso de palabras. Ceguera y afasia desde las que partir como diagnóstico, pero nunca como constatación resignada.
Laura Giordani, (1964, Córdoba, Argentina). A causa de la dictadura militar argentina, a finales de la década de los setenta se exilia con su familia en España. Ha publicado “Cartografía de lo blando” (2005), “Materia Oscura” (2010, Baile del Sol), “Noche sin Clausura” (2012, Ediciones Amargord), “Antes de desaparecer” (2014, Ediciones Tigres de papel), “Una lengua impropia” (2014, Ediciones del 4 de Agosto) y las plaquettes “Celebración del brote” (2009, Zahorí-Poesía en minúsculas) y Las varas del zahorí: poemas de la sed” (2013, Fundación Inquietudes).
Sus poemas han sido incluidos en diversas antologías: Antología de Poesía (ECA -Escritores Cordobeses Asociados, 2002), Aldaba (2004) Antología de poetas hispanoamericanos, Cuadernos Caudales de Poesía (Edición Caudal, España, 2007), Los centros de la calle (Editorial Germanías, 2008), Por donde pasa la poesía (Baile del Sol, 2011) y ·En legítima defensa. Poetas en tiempos de crisis” (2014, Bartleby Editores)
Asimismo, ha colaborado con algunas publicaciones como La hamaca de Lona, Youkali, Viento Sur, Ginebra Magnolia, Eclipse, Nayagua, The children’s book of american bird, Confines (Argentina), Grumo (Brasil-Alemania) y Galerna (USA).