Fueron, porque tuvieron la mala suerte de nacer en tan aciagos siglos, espléndidas escritoras que la historia silenció. Y en todas sus biografías, aparte de destacar en tan noble arte, concurre la característica de ser murcianas de nacencia. Aunque la sociedad de sus épocas pronto las olvidó. Y no con el inefable paso de los siglos, que también, sino mientras creaban literatura que daba sopas con ondas a sus coetáneos. Sin embargo, sus nombres cimentan la creación literaria en la Región y son dignas, aunque poco se estile en estas latitudes, de honra y reconocimiento. A eso vamos.
Cuentan algunos autores que Santa Florentina (535?-615?), una de los cuatro hermanos y santos cartageneros, ya se dedicaba con mucho acierto a la poesía. Pero de ella no se conserva ninguna creación. Tampoco resulta sospechoso, cuando menos, si tenemos en cuenta que hasta el siglo X no se atrevería una mujer a firmar su obra, como hizo la monja Ende, iluminadora de manuscritos en Gerona. Y muchos hasta dudan hoy de su nombre. Comprobado queda, al menos, que los hermanos de Florentina le escribirían y dedicarían libros a esta cartagenera de la que se cuenta que rigió unos cuarenta monasterios con más de mil religiosas a su cargo.
José Amador de los Ríos, en su ‘Historia crítica de la literatura española’, refiere sobre Florentina que «no ajena por cierto del comercio de las letras y de la musa sagrada, la hermosa Florentina, siguiendo las huellas de sus hermanos aspiraba a hacer entre las matronas visigodas la misma cosecha alcanzada por Leandro [su hermano] entre los próceres del reino».
Leandro llegaría a escribir que Florentina era «la primera poetisa sagrada cuyo nombre registraba la historia de la letras españolas». Hay quien considera que sus creaciones se incorporaron a los textos de Leandro. Vaya usted a saber.
Llegado el siglo XVI, otra cartagenera, Ana María de Ávila, también religiosa, adquirió protagonismo en la nómina de célebres escritoras de nuestra gran tierra. En este caso, se conservan algunos de sus textos tras ser publicados en otros libros de su hermano Nicolás. Poco más se conoce de la mujer. Alberto Colao, en su obra ‘Intelectuales en la Cartagena del siglo XVII’, destaca que «la misma oscuridad que nos la oculta nos incita a imaginarla como una delicada dama, que sería en su época la más ideal mujer cartagenera».
Mucho más documentada está la historia de Sor Juana de la Cruz, quien, tras enviudar de Gaspar Ruir, ingresó en la Tercera Orden Seráfica. Como en otros casos similares, fue su confesor quien le ordenó que escribiera la historia de su vida.
Juana nació en la pedanía murciana de Beniaján, en cuya parroquia de San Juan Bautista fue bautizada el día 17 de junio de 1587. Con 22 años se casó con un granadino y en Granada fijarían su residencia. Ambos trabajaron como enfermeros del Hospital Real. Ya viuda, en 1650, Juana tomó el cordón y hábito franciscano. Ocho años después comenzó a escribir su autobiografía. Falleció en Granada, tal y como había profetizado, un 29 de marzo de 1675 y la Iglesia Católica impulsó su proceso de beatificación, aunque jamás concluyó. Eso sí, llegaron a otorgarle el grado de venerable madre.