Todo era especial en cierta forma; quizás porque a la mayoría de los que participábamos en esa aventura nos estaban sucediendo muchas cosas en nuestras vidas. Lara me prestó la primera edición, como un tesoro; y tuve que devolvérsela, claro. Pero poco tiempo después, conseguí encontrar un libro escondido en un anaquel de una librería de ocasión en la Plaza de la Corredera de Córdoba.
Aquel ejemplar me había estado esperando. Lo compré, y en el 2009 su autora, después de una conferencia en Lucena, y sorprendida al ver su querido libro, me firmó una dedicatoria que acababa así: “espero que te acune”. Habían pasado ocho años desde aquella tarde del 27 de abril de 2001, cuando en el Castillo del Moral de Lucena, Hainuwele había renacido. El texto que sigue fue la presentación que leí entonces:
La he releído después, junto con la maqueta de la nueva, por el placer de aprender de ese proceso creativo que ha llevado a Chantal Maillard a realizar variaciones aparentemente pequeñas. Ha modificado algunos versos y otros han cambiado de lugar o han desaparecido. De ese modo ha logrado que el libro adquiera una mayor intensidad lírica. Con su sabiduría de artista ha redondeado esta obra, cerrándola como un círculo perfecto.
Hainuwele posee una pluralidad de sentidos, y de lecturas. Nos dejamos llevar, en un principio, por su sencillez expresiva. La poesía recupera su ser primigenio, pues son versos para ser oídos. Resuenan en nosotros como el rugido del mar, como los árboles que crecen, como “el murmullo de todo lo que vive”. Desde el poema inicial, la fluidez de sus palabras nos transporta a un mundo de una inusual riqueza metafórica.
Esas metáforas parecen venir de lejos, como si se hubieran construido por sí mismas, como si la mano de su creadora apenas las rozara. Es un libro unitario en el que cada una de sus imágenes guarda relación con un todo, que adquiere su sentido final en el juego de la danza, el lugar en el que los elementos convergen y en el que nada tiene ya nombre.
En Hainuwele hay un mito como telón de fondo. Su historia nos puede ayudar a conocer mejor uno de los significados últimos de esta obra, pues un artista no elige un mito al azar. Es más, para cada uno de nosotros existe al menos un mito que nos acompaña a lo largo de nuestra vida y cuya historia se engarza a nuestro pensamiento. La Hainuwele mítica es una divinidad que procede de la mitología oceánica. Al igual que en la tradición judeocristiana hablamos del Paraíso, para las tribus de los manrind-anim de Nueva Guinea hubo un tiempo anterior al tiempo histórico, a aquel que se caracteriza por la mortalidad.
En ese tiempo remoto una muchacha nació de la sangre de un cazador, cuando éste se cortó un dedo mientras ascendía por un gran cocotero; por eso la llamaron Hainuwele, “rama de cocotero”. Con ocasión de un festival, Hainuwele bailó durante nueve días, distribuyendo los dones a la tribu. Pero, al acabar su danza, los asistentes arrojaron el cuerpo de la muchacha a una zanja. Cuando el cazador descubrió que Hainuwele había sido asesinada, despedazó el cadáver y enterró sus miembros por lugares distintos. Al cabo de un tiempo nacerían de ellos los tubérculos, el principal alimento de la humanidad. No es un mito tan alejado de nuestra cultura. Algunos estudiosos lo han enlazado con Perséfone que desaparece en las profundidades de la tierra, y como ella se vincula a las fuerzas vegetativas.
La lectura es otra manera de dar luz a ese tapiz que conforma nuestra existencia. Por eso les invito a todos a adentrarse en el bosque de Hainuwele, sin prejuicios. Cambiemos la dirección de nuestra mirada, olvidemos el miedo y veamos, por unos instantes, el pequeño universo que habita en el interior de cada uno de nosotros.