Cuando estás sola en tu rebelión

Estamos a mediados del siglo XIX, a una hora y media de Boston, en el poco trascendente pueblo de Amherst, en Massachusetts. La Guerra de Secesión Americana está por comenzar. Tres huracanes sin nombre azotan la costa este. En una habitación de papel mural floreado, piso de parquet y escritorio de madera, Emily -30 años, colorina, rígida partidura al medio, ojos espaciados- escucha que la llaman al otro lado de la puerta y no responde.

Se acabaron las salidas al jardín, las limonadas recién exprimidas a la hora del té, las tertulias con los hermanos Austin y Lavinia, los cotilleos con las amigas afuera de la iglesia. En el jardín han brotado las flores, qué importa. Un joven poeta quiere conocerla, que le hable a través de las escaleras. La decisión de Emily Dickinson es radical y no hay vuelta atrás: confinarse en su pieza a escribir poesía.

Nosotros, sus futuros lectores, nos enteraremos de todo esto sólo cuando muera en 1886-a los 55 años, por insuficiencia renal- y su hermana Lavinia, Vinnie, encuentre casi dos mil poemas guardados entre sus cajones. En 1950 la Universidad de Harvard comprará sus manuscritos y derechos de publicación y la crítica literaria la ungirá como la madre de la poesía norteamericana.

Aún así, no es fácil acercarse a Emily. A cada intento se choca con la puerta de la habitación donde se encerró a escribir durante veinte años hasta el día de su muerte, sin dar ninguna explicación. «Escribo como hace el niño cerca del cementerio, porque tengo miedo», dijo. Hoy día Google la detecta rápidamente como «la poeta reclusa», pero quién es Google para saber quién fue realmente Emily Dickinson.

Casi dos siglos después, hay quienes todavía se preguntan -con cierto paternalismo- cómo es posible que esta mujer que vivió en un pueblito al norte de Estados Unidos a mediados del siglo XIX, lejos de los grandes movimientos literarios de Europa, haya podido cambiar la forma de entender y de hacer poesía. Sus poemas son breves y a la vez complejos. Miniaturas del alma o ensueños que interrogan el sentido de ser y estar en este mundo.
Del asombro al morbo hay un paso y son tres las incógnitas que pesan sobre el fantasma de Emily. Por qué nunca se casó, por qué se recluyó del mundo exterior y, por último, por qué no publicó.

Las biografías más elementales siguen refiriéndose a ella como la mujer poeta reclusa no reconocida en su tiempo, lo que a 130 años de su desaparición suena literal y obsoleto.
Emily Dickinson fue más que una poeta, más que una mujer, más que una reclusa, más que su propio tiempo. En un mundo demasiado legible como el de hoy, es una buena noticia que al menos ella siga siendo ilegible.

Emily la Extraña

Miro su único y célebre retrato. Aparece de 17 años impregnada de un aire de cuento gótico y sonatas de Liszt, vestido negro austero, cintita cruzada al cuello y una mirada capaz de traspasar los siglos que nos separan. Es la mirada de alguien, como diría su hermano Austin, «que observó las cosas directamente y tal como eran».

La foto fue tomada en 1847 cuando Emily -quien amaba la geología, la botánica, la filosofía- ingresó a estudiar a Mount Holyoke, uno de los pocos colleges para mujeres. Duró poco. Creyente pero de espíritu libre, se negó a seguir las prácticas protestantes de salvación de los pecados y terminó saliendo de un portazo. «Estás sola en tu rebelión», le gritó la fundadora del instituto, la respetada Mary Lyon.

Hoy Emily Dickinson ya no está sola en su rebelión. De los fantasmas de los poetas muertos, es una de las más buscadas, citadas, veneradas e imitadas. Para su cumpleaños -el 10 de diciembre- se organizan maratones de lecturas en su tumba. Los poetas millennials le escriben versos en su muro de Facebook. Sus fanáticos pagan hasta 100 dólares por pasar una hora en la habitación de su casa familiar en Main Street, Massachusetts, convertida hoy en un museo «boutique».

Tras su expulsión del instituto, Emily se sumergió en el oasis puritano pero intelectualmente estimulante de su familia. Su padre, Edward Dickinson, era un severo, culto y rico abogado calvinista muy influyente en el pueblo. Su madre, un ama de casa algo desdibujada en su melancolía. Detrás de la fachada amarilla de dos pisos se rezaba y se leía con igual devoción. Emily y Lavinia tenían permiso para asistir a clubes de lecturas donde se discutía desde los últimos versos de Keats y Browning a novedades «oscuras, escritas por mujeres» como las novelas de la otra Emily (Brontë) y de su hermana Charlotte. La atención intelectual de la familia, sin embargo, las fichas de los honores futuros, estaban puestas en el único hijo hombre, Austin.

Se sabe que el primer cuaderno de Emily fue un herbario con cuatrocientas flores y plantas etiquetadas con su nombre (su reciente versión restaurada y digitalizada se puede hojear en la web de la Universidad de Harvard).

A los 25 años, las flores se hicieron verso y Emily empezó a escribir a toda hora; en servilletas, envases de chocolates, dorsos de sobres que luego pasaba en limpio en cuadernos cosidos a mano por ella misma. Los poemas eran meditaciones profundas y sensibles sobre la naturaleza, el dolor y la muerte.

No es que el morir nos duela tanto/ Es el vivir / lo que nos duele más/ Pero el Morir/ es un camino distinto/ Una variedad detrás de la Puerta/La Costumbre Sureña/ del Pájaro/ Que antes de que lleguen las heladas/ Acepta una Latitud mejor/ Nosotras/ somos los Pájaros/ que se quedan.

Un día su prima le preguntó por sus planes de matrimonio. Emily le dijo que no pensaba en casarse. Sus razones: «Mi padre me deja escribir entre las tres de la mañana y el amanecer, ningún marido me lo permitiría». Años después, agregaría en una carta dirigida a su amiga del alma, futura cuñada y editora en la sombra, Susan Hungtinton Dickinson: «Cuando están demasiado cerca, los hombres me sofocan».

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