Es como si en Estados Unidos la poesía, desde hace ya unos cuantos años, hubiera comenzado a convertirse en algo diferente de cualquier cosa que hubiera habido antes. Algo prefigurado, quizá, por John Ashbery, por James Merrill, por la difícil música de Robert Creeley. Se trata de esos poemas que se publican, por ejemplo, en «The New Yorker», esas piezas altamente inteligentes, totalmente a-musicales, llenas de ingenio y observaciones visuales sobre la realidad contemporánea y que capturan de forma magistral las cadencias de la voz hablada. Una poesía que borra cualquier límite que pudiera separarla de la prosa, de la narración, del diario; que une lo social con lo íntimo, lo coloquial con lo visionario. Estas son, también, las líneas principales de la poesía de Alice Notley.
«La poesía de la realidad», escribe Steve Silberman a propósito de Alice Notley, «es una prosa pulida y luciente». ¿No es maravilloso definir la poesía como un tipo de prosa? Cuatro elementos me gustaría destacar en la poesía de Alice Notley: la voz, la luz (el color, la imagen), el ritmo y lo narrativo.
«La prosodia», dice Alice Notley en una entrevista para la siempre inspirada revista «Bomb», «trata en realidad sobre tu propia voz, tu propia fisiología, tus propias vibraciones». El segundo marido de Notley, Douglas Oliver, hacía experimentos colocando electrodos en la garganta de personas a las que luego pedía que leyeran poemas y obtenía, de este modo, los gráficos sonoros de un poema. La idea era que la prosodia es lo que uno puede encontrar en esos gráficos. Notley no está interesada en estos experimentos en sí, pero sí en su espíritu.