Que lo simbólico transforma -lo simbólico es el lenguaje, su cualidad de dar sentido y hacer inicio, de transcender con la lengua y encarnar las palabras- no es nuevo. Que las mujeres han escrito siempre, y su diálogo lanzado al mundo es diferente, fruto de la experiencia sexuada y la vida misma, tampoco es algo nuevo.
Mirada atenta
En 2016 se han publicado tres antologías que alumbran en sus mapas un silencio cultural -que no femenino- impuesto sobre la escritura de mujeres. Silencio del que existe una excelsa bibliografía, fruto de más de cuarenta años de estudios feministas que resulta imprescindible ya que una recuperación apresurada y acrítica de la historiografía literaria femenina puede terminar reproduciendo, en gran medida, las hipótesis sobre las mujeres y la escritura transmitidas por la historiografía tradicional.
Una mirada atenta nos coloca ante cuestiones recurrentes, que la crítica literaria feminista resolvió hace más de veinte años y sus respuestas configuraron una hipótesis de continuidad histórica que los prólogos de estas antologías no señalan, redundando en una retórica cuya pobreza simbólica es propia del patriarcado y de los estertores de una cultura que está llegando a su fin. La separación de la poesía femenina -todavía necesaria en estos tiempos en los estudios literarios- no tiene sentido si no es gozosa y va acompañada de una teleología o finalidad política de la que estos prólogos adolecen.
Falta la originalidad del pensamiento femenino y la teoría feminista, la Gracia, que diría Emily Dickinson, de la propia tradición y la genealogía de la que esta poeta excelsa y tantas otras se han nutrido, porque son el corazón de la política. Lo hizo sin decirse feminista, es decir, sin querer encasillarse en la idea que circulaba sobre la opresión femenina en su época, la primera antóloga de este país, que fue Carmen Conde.
Estado de rebeldía
Lo femenino, cuando se vive como un más inapresable, señala un indicio, un movimiento que alumbra nuevos sentidos en la experiencia del mundo. Es desde ahí, desde donde la poesía femenina se rebela y revela nuevos pasajes entre el ser y el no ser, en lo que queda entremedias. No siempre sucede, pero cuando la mujer que escribe hace coincidir el estado de rebeldía junto con la acción que se mueve en la revelación, nos encontramos en un terreno de desvelamiento: el de la ontología y la libertad femenina, que caracteriza la buena poesía escrita por mujeres y que nunca ha tenido que ver con los derechos ni las leyes, con las cuotas ni el canon.
No lo tuvo en tiempos de la poeta Enheduanna, cuyo nombre custodia la autoría del primer texto de la Historia de la escritura, a principios del tercer milenio antes de Cristo. Tampoco en tiempos de Safo y Nóside de Lócride, de Hafsa Bint Al-Hayy Al Rukuni y sus coetáneas, de Margarita de Porete y la poesía de las beguinas, de Sor Juana Inés, de Emily Dickinson, Ernestina de Champourcín y Concha Méndez. Esta retahíla es sólo una de tantas.
Parece discontinua, pero entremedias de cada nombre, son legión. Y en el tropel, el estilo excelso y directo de la palabra viva alumbra los orígenes de la poesía y recorre los cantos anónimos femeninos desde el antiguo Egipto a la poesía hindú que compone el «Kurumtokai» (s. IV y III a. C). Y antes, la poesía anónima del «Shi Jing» (siglos IX-IV a. C.) a los «izram» que cantan las mujeres bereberes en el Rif, hasta alcanzar nuestras jarchas, cuya autoría hoy nadie discute sea femenina.