Dos meses después en Estocolmo, en nombre del poeta –varado en Puerto Rico, hundido ya sin remedio en la depresión– agradecía el galardón Jaime Benítez, rector de la Universidad de Puerto Rico, con un breve discurso que incluía estas palabras: “Mi esposa Zenobia es la verdadera ganadora de este premio. Su compañía, su ayuda, su inspiración hicieron, durante cuarenta años, mi trabajo posible. Hoy, sin ella, estoy desolado e indefenso.” No contenían ni un gramo de retórica.
Es obvio y casi un lugar común cuando se trata de un escritor biencasado: la mujer es el lado izquierdo del cerebro que les lleva el mantel, la cama y las cuentas, quien les permite, en fin, dedicarse por entero y sin distracciones a su obra. Pero hay más en este caso: Zenobia Camprubí Aymar (Malgrat de Mar, 1887-San Juan de Puerto Rico, 1956), la más estrecha colaboradora en el trabajo de su marido, su primera y más útil editora, musa activa y enérgica, el equilibrio que lo mantenía en pie en sus periódicos ataques maniacodepresivos, fue también, por sí misma, alguien singular en su época.
Escritora, traductora, empresaria, abanderada de la emancipación de las mujeres en España, el tratamiento de su figura ha oscilado casi siempre entre el ostracismo y el melodrama, a pesar de los denuedos de algunos estudiosos, liderados por Graciela Palau de Nemes, por darle su lugar. (Graciela Nemes, como la llama Zenobia en su Diario, no fue solamente exalumna, amiga y asistente personal en sus últimos días: también fue quien solicitó y envió toda la documentación necesaria a la Academia sueca para proponer a Jiménez por parte de la Universidad de Maryland.)
Hija de un próspero ingeniero catalán, Raimundo Camprubí, es la rama materna la que otorgaba a Zenobia la alcurnia cosmopolita: su madre, Isabel, nació de Augustus Aymar, cuya ascendencia figura en los orígenes de la ciudad de Nueva York, y de Zenobia Lucca, una rica portorriqueña de familia bilingüe. A Zenobia Camprubí la educaron tutores particulares en casa y en ambos idiomas, y de los diecisiete a los veintidós, años decisivos, vivió en Estados Unidos sola con su madre.
Las desavenencias entre Camprubí y Aymar, parece, sobresalieron desde siempre –Raimundo se quejaba, por ejemplo, de que Isabel no sabía llevar una casa–, pero en el caso de esta separación fue decisiva una amena za de muerte recibida contra el hijo menor a cambio de dinero. Según cuenta Nemes, ella pensaba que su marido se había puesto en peligro al endeudarse en la Bolsa de París.
Reconciliado el matrimonio, en 1909, las mujeres volvieron a España, en concreto y curiosamente a La Rábida (a pocos kilómetros de Moguer), donde estaba destinado el ingeniero Camprubí y donde la joven Zenobia puso en marcha una escuela rudimentaria para alfabetizar a los niños del lugar. Ya en Madrid, un año después, era natural que Zenobia, extravertida y risueña, rubia de ojos azules para rematar, fuera un imán. No solo para los aristócratas y extranjeros que frecuentaba, sino para intelectuales y escritores.