Virginia Woolf, la primera escritora que cobró como un hombre

¿Qué condiciones pone el arte para salir del cuerpo? ¿Cómo se fecunda eso? Bajo qué luz, qué trago, qué educación, qué estado emocional -¿y civil?-, en qué habitación de la casa de quién. Y cuánto dinero -¿cuánta seguridad?- hace falta para sustentar la creación. ¿O es que la bohemia se alimenta del aire o de la propia obsesión, como un agujero negro? Virginia Woolf no sólo creía que todo se hace mejor con el estómago lleno -amar, conversar, escribir-, sino que las mujeres no han sido tan prolíficas escritoras como los hombres por falta de habitación propia.

Con Cuarto propio (1929) Woolf se refería a independencia económica, a intimidad, a espacio personal, a derecho a la formación y a un silencio feliz que no viniese a interrumpir la vida que se suponía que la mujer debía atender: los hijos, los tiempos de lactancia, de crecimiento, de juego; el cuidado al marido, al hogar, al horario religioso de las comidas. La sumisión al fogón, la reverencia al padre, la monogamia, la sonrisa. Y aquella manía del mundo de embalarlas como si se fuesen a romper, de protegerlas hasta tomarlas por inválidas intelectuales, de homogeneizarlas hasta la desaparición: «Tienen la anonimia en la sangre», escribía Woolf.

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