La revolución industrial propicia el ascenso de nuevas clases al poder político y económico, y se modifica la estructura del mundo de la cultura, que deja de depender de mecenas aristocráticos para adquirir su fisonomía actual. La prensa empieza a ser rentable, y aumentan las publicaciones dirigidas a un público femenino. En 1857 se aprueba la ley que obliga a crear escuela públicas también para niñas.
Así, la escritura deja de ser privilegio de unas pocas aristócratas, monjas, o hijas de letrados, y mujeres de otras clases sociales acceden a la educación. Con el desarrollo de la prensa y la industria editorial moderna florecen nuevas profesiones alrededor de las letras: periodista, crítico, editor, ilustrador, traductor… Nace la producción cultural tal como la conocemos, y se afirma el poder del mercado para las obras de arte. Así cristaliza la subordinación estructural de los autores al mercado, que aspiran a vivir de su arte y de los puestos de trabajo que genera.
El mecenazgo privado es reemplazado por el de Estado: premios, jurados, cargos de la política cultural y del poder mediático, o sillón vitalicio en la real Academia. Aparecen, entonces, relaciones de poder en un feudo nuevo y apetecible, que Pierre Bourdieu denomina: campo literario, íntimamente vinculado al campo político y económico. Pues, los que ostentan el poder político tratan de imponer su visión a los escritores, para beneficiarse de su consagración y legitimación, conseguidas a través de la prensa literaria y de opinión.
Por el otro, los escritores luchan entre sí para controlar los beneficios materiales o simbólicos repartidos por el estado. La subordinación al poder político implica tomar compromisos e imponer tendencias en desmedro de otras, con la pérdida de libertad que supone. Ese es el panorama cuando docenas de mujeres, animadas por el movimiento romántico que estimula la libre expresión de los sentimientos, comienzan a publicar en una prensa en crecimiento.
Es entonces, cuando casualmente, se generaliza el desprecio por sus creaciones y el término poetisa adquiere la connotación negativa que aún conserva. Pues las autoras de hoy heredan el desprecio que el campo literario dispensó a sus antepasadas, en el momento en que cambiaron las reglas del juego, y el éxito de un autor dejó de estar sujeto al capricho de unos nobles, y fue reemplazado por el mecenazgo de estado, al que todos pueden aspirar por igual. ¿Cómo no ver, entonces, que la construcción de la figura de la poetisa se debe, más que al bajo nivel de ellas, a intereses de los que dominan el campo literario? Intereses que buscan eliminar a cuantos más aspirantes sea posible, y reservar esos beneficios para sí.
En cuanto a calidad, no todos los poetas antiguos y actuales merecen estar en la historia literaria, pero por ser hombres entran y pasan al canon incluso como poetas menores, mientras que las autoras aparecen tarde, una o dos por generación. Ser hombre implica tener una tradición detrás que legitima, o sea, heredar un capital simbólico acumulado por siglos de autores consagrados de tu sexo, y un capital social -relaciones o contactos, por haber dominado siempre la esfera pública. Esta situación se prolonga hasta hoy, con matices.
Tras la movida, en los ’80, parecía que las poetas conquistarían el feudo de la lírica, pero en la práctica no ocurrió.. Tienen un público fiel que aumenta y un mercado; pero se demora su entrada en las antologías que configuran el canon. Incluyen a lo sumo dos o tres -nunca las mismas-, porque se las elige para engrosar la tendencia allí reflejada y ayudar a la consagración de sus líderes. No sólo son muchas y los beneficios a repartir pocos, sino que la novedad de asuntos y puntos de vista que traen, obligaría a revisar los juicios de valor para todo el campo. Su ingreso cuestionaría las vías de consagración de muchos.
Muchas dicen que no les interesa entrar en las luchas intestinas del campo; pero conviene recordar que esa es la vía para obtener los beneficios simbólicos, derivados de los materiales: la estima y el lugar en la historia literaria que merecen sus obras. Al resignarse a no ver reconocido su trabajo, no legan nada a las que vienen detrás, que han de empezar desde cero. Pues si los autores sufren lo que Harold Bloom llama la angustia de la influencia; ellas padecen de algo previo: la angustia de la autoría. Es decir, la ausencia de precursoras que legitimen su quehacer.
La historia oficial no estudia el modo en que nuestras antepasadas resolvieron los problemas formales e inscribieron sus creaciones en una tradición ajena. Ajena, puesto que deben expresarse en un lenguaje cargado de representaciones estereotipadas de mujer que las fija y paraliza: madre-musa-naturaleza, o bruja-lasciva-mortífera, que vienen con el acervo de la lengua y se filtran en todos los estamentos madre patria, lengua materna, madre de todas las batallas.
Así, para cada autora el principal problema es: cómo dar voz a un sujeto que siempre fue objeto de esa poesía, y que aparece representado desde el punto de vista del otro, el varón que escribe. Y con ello, recomenzar como nuestras abuelas a deconstruir esa mujer contenida en la lírica tradicional.
Una pregunta se impone, ¿pueden nuestras lenguas darse el lujo de dilapidar el capital simbólico de sucesivas generaciones de autoras extraordinarias, cuya visión nos ayudaría a despejar la mitología caduca que sustenta nuestras instituciones, tanto públicas como privadas?
Fuente: Noni Benegas/REVISTA “EL FINGIDOR” nº 26, UNIVERSIDAD DE GRANADA-2005