Paca Aguirre: “El hambre te vuelve loca. Yo me acuerdo”

«Cualquiera se puede morir, pero morir a solas es más largo». Lo escribe Paca Aguirre en Ítaca, ese título crucial en la poesía española (que ahora reeditan Tigres de Papel y la Asociación Genialogías). Era el año 1971, y la eterna compañera de Félix Grande le decía al mundo: «Yo también soy poeta». Paca tenía entonces 40 años, era su primer libro y ganó el premio Leopoldo Panero hablando de lo que mejor conocía: la vida de puertas adentro, cuando Ulises se aventura hacia el Mediterráneo y Penélope se queda al otro lado de la ventana (o del pasillo), esperando su regreso. La mujer que vive en Ítaca mira hacia el horizonte «con la avidez del fugitivo»; y hace un trabajo «puntual, minucioso y siempre inútil». Hasta que el otro regresa, pero no es el mismo: «(…) A mi mesa se sientan Circe con sus sirenas, Nausicaa con su juventud./ (…) Ha vuelto, no sabe bien a qué. / Sospecha de la calma como si tuviera un virus».
 

Ahora Paca tiene 86 lúcidos años y sigue, como entonces, anclada a la tierra, y antes de hablar de literatura, me cuenta el secreto de su tortilla de patatas. Da la sensación de que se siente más orgullosa de su receta que del Premio Nacional que recibió en 2011 por Historia de una anatomía. Su hija Lupe, también poeta, la recuerda dormida de pie, con la rasera en la mano, apoyada en la biblioteca del pasillo, mientras en el salón escritores como Cortázar, Onetti, José Hierro o Quiñones ejercían junto a Félix Grande el humo, la lírica y la política hasta la madrugada. «Aquí siempre se durmió poco».
 

En sus respuestas, Paca salpica sus recuerdos de voces ajenas, que interpreta, a veces, con el timbre impostado de una actriz de radioteatro. Nació en Alicante, en 1930, pero la mayor parte de su vida ha transcurrido en este mismo piso de Chamberí, que alquiló su abuela al final de la guerra y fue el triste escenario de un hambre atroz. Hoy Paca lleva un collar de perlas falsas y, a su edad, tiene el mismo pelo rizado, negro y vivo de su infancia, por el que la llamaban Kiki. Dice que nunca se ha teñido, y algo de la niña se le ha quedado en el pelo, en el humor y en las paredes, donde los cuadros de su padre, Lorenzo Aguirre, la conservan a sus ocho años, vestida de japonesa y con los ojos rasgados.
 

 Mujerhoy ¿Por qué escribió Ítaca? ¿Desde dónde?
 

Paca Aguirre La respuesta está en el propio libro. Yo me pasé la vida aguantando a Félix, y Félix se pasó la vida aguantándome a mí. Porque la convivencia entre dos personas que tienen una cabeza que funciona y que piensa -que piensa, incluso, cuando no quiere pensar- siempre tiene un precio. En el libro, yo quería demostrar que las cosas que le pasaban a Penélope eran, seguramente, muy parecidas a las que le pasaban a Ulises. Por eso Ítaca termina diciendo: «Soy para él peor que una traición, soy tan inexplicable como él mismo», porque los seres humanos somos inexplicables los unos para los otros y Félix y yo nunca nos mentimos.
 

Mujerhoy ¿A su marido le gustó el libro? ¿Le sorprendió?
 

Paca Aguirre Le gustó y le sorprendió muchísimo. Yo escribí Ítaca sin pedir permiso a nadie. Y al primero a quien se lo enseñé fue a él. Y ya sé que es… ¿Cómo decirlo? Durito… pero soy incapaz de mentir, sobre todo en poesía. Yo siempre hablo de lo que he vivido.
 

M. El libro tiene impregnado un sentimiento de derrota…
 

P. A. De derrota no, de soledad sí. Penélope no fue nunca una derrotada. Penélope esperó por algo, pero cuando Ulises regresó y se explicaron, la relación quedó en lo que quedó. «Si tenemos que vivir, vivamos con lo que hay, pero no me vendas otra cosa». [Le dice a un interlocutor invisible].
 

M. ¿La soledad es algo inherente al ser humano?
 

P. A. Para mí, sí; y eso es algo que aprendí muy pronto. [Baja la voz con dramatismo…]. Las primeras noticias de la soledad las tuvimos mis hermanas y yo en Valencia, y luego en Barcelona, bajo las bombas. El remate fue cuando estábamos en Francia, esperando para coger un barco que nos llevara a América. Vivíamos en un hotel. [Traza una especie de plano con los objetos de la mesa: el azucarero, la taza, el plato…]. Venían los aviones alemanes y bombardeaban el puerto y luego la estación. Estábamos acorralados. Íbamos por las habitaciones a gatas y mi madre decidió hacer las maletas: «Si nos quedamos nos matan». Pero a mi padre ese regreso le costó la vida. Nadie se explica por qué. Seguramente acabó en el garrote vil porque, como me dijo una vez Luis Rosales, la envidia mata más que el odio.
 

M. Trabajó como secretaria de Luis Rosales durante décadas. ¿Podía hablar libremente con él de política y de represión franquista, a pesar de que era un poeta del régimen?
 

P. A. No, Rosales nunca fue un poeta del régimen. Era un poeta al que alguna gente del régimen respetaba. Era un católico, eso sí, un hombre que creía en Dios y era monárquico. Pero con él no había tabúes. Yo hablé con Luis Rosales de todo y de todos. De hecho, Rosales era un feroz antipolítico y siempre solía decir que había algo pegajoso y muy turbio en el poder. Sentía una enorme tristeza. Y ayudó en todo lo que pudo a los escritores sudamericanos que venían perdidos y descompuestos, huyendo de las dictaduras. Juan Carlos Onetti fue íntimo amigo suyo. De hecho, todos los que venían huyendo de las dictaduras latinoamericanas, antes o después, pasaban por el entonces Instituto de Cultura Hispánica; allí se hacían tertulias, se buscaban becas, trabajos… Todos pasaban por el despacho de Luis Rosales, por la Biblioteca Hispánica, por Cuadernos Hispanoamericanos [donde Félix Grande era redactor jefe]… y muchos terminaban comiendo tortilla de patata en mi casa. La relación con Latinoamérica fue importantísima para nosotros.
 

M. La supervivencia y, en especial, el tema del hambre, ha sido crucial en su literatura.
 

P. A. Sí, porque una cosa es comer poco y otra el hambre. Y el hambre no se te olvida nunca. Me acuerdo un día, en esta habitación, que mi tío Pepe y yo estábamos tirados en el suelo, los dos preguntándonos el uno al otro: «Y tú, ¿qué te comerías?». Y él me decía: «Mira, Kiki, yo me comería un pollito, un pollo pequeñito pero muy fritito. Y tú Kiki, ¿qué te comerías?». «Yo muchos huevos fritos con patatas fritas, muchas patatitas»… Delirábamos y venía mi abuela con unas jarritas llenas de agua y nos decía: «Vosotros hablad lo que queráis, pero a cada ratito bebéis un poco de agua, que ya veréis como así se os va pasando el hambre». Y era verdad.
 

M. Paca, ¿qué hace el hambre en la cabeza?
 

P. A. Te vuelve loca. La gente cuando habla de malas épocas yo no sé de qué hablan, pero yo de lo que hablo es del hambre. Te juro que fue un tiempo muy malo y la cosa se puso tan fiera que mi madre nos acabó llevando a un colegio para hijas de presos políticos, porque en esta casa no había nada que echarse a la boca. Nadie tenía dinero, pero es que ni con dinero se podía comer, porque tampoco había víveres y en las aceras no crecía nada. Félix, que venía de cultura campesina y de pobreza más ancestral, al vivir en un pueblo siempre tuvo algún hierbajo o gallinas… Pero es que Madrid, en 1940, era una ciudad de más de un millón de cadáveres, como escribió Dámaso Alonso en Hijos de la ira. A la gente se le notaban los huesos de la cara.

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