Otros mundos son posibles: Sobre las escritoras de ciencia ficción

Ella se ha transformado en una criatura híbrida, mitad gusano de seda, mitad hembra humana. Es parte de unas cuantas mujeres encerradas en un taller clandestino, que aseguran ser hijas de samuráis. No importa de dónde hayan venido: la invención del origen es todo lo que les queda. Al entrar ahí, engañadas –y la mayoría, llegada de zonas rurales– el Reclutador les da un té horrible y las pone a trabajar. Así se transforman en “kaiko-joko”. Esto es, obreras del gusano de seda que producen hilos en su vientre.

Cada una aporta un color único de la seda más suntuosa –índigo, melocotón, verde translúcido– y se la quita cada día porque brota en la punta de sus dedos. Kitsune, la protagonista, narra en primera persona lo que va ocurriendo. En algún momento, empieza a producir sólo hilo negro. Ése es el comienzo del fin de esta fábrica fantasma que la autora situó en la era Meiji de Japón. El cuento se llama “Devanando para el Imperio” y fue escrito por Karen Russell, nacida en Miami en 1981, que en 2012 estuvo a punto de ganar el Pulitzer de ficción (con otros nominados como David Foster Wallace). Si esto no ocurrió, fue porque el jurado declaró el premio desierto. Después llegó a nuestro país Vampiros y limones, donde está incluido el relato pavoroso de las kaiko-joko.

Russell admitió que este cuento está escrito a partir de hechos reales. Su trabajo, explica, es llevar adelante eso que proponía Flannery O’Connor: no es que la realidad deba ser distorsionada para escribir; simplemente se necesita cierta distorsión para llegar a la verdad de cada relato. Russell es, esencialmente, una escritora ligada al género fantástico. Pero por suerte, a estas alturas, los géneros dejaron de ser zonas estancas. O como le dijo Liliana Bodoc a esta cronista, los géneros entran en combustión bajo una misma búsqueda: hacer de lo real un artefacto extraño que permita pensar la otredad. Y también, la “mismidad” de la que somos parte cuando nos miramos en otrxs.

Así, el relato de Russell bien puede ser pertenecer a la ciencia ficción, ese territorio que las mujeres tomaron por asalto para transformarlo en género audaz, donde los cambios de sexo, el amor lésbico, las luchas raciales, la explotación laboral, la maternidad y la violencia le fueron ganando terreno a los vuelos interespaciales, los marcianos depredadores y la imaginería tecnológica como único recurso para alabar el cientificismo ilimitado que, pensaron varios, pondría al universo de rodillas ante la especie humana.

“La ciencia ficción presenta ideas especulativas de una forma que no pueden hacerlo las obras científicas”, planteó a mitad de los setenta la editora Pamela Sargent, encargada de Women of Wonder (conocida aquí como “Mujeres y maravillas”; en ambos casos, un guiño a la superheroína de tiara dorada y botas rojas). Se trata de una antología imprescindible para entender cómo las mujeres se abrieron paso en la ciencia ficción anglosajona, con nombres que a incluyen a Catherine Moore (que comenzó publicar en los años treinta y creó una bailarina con cerebro de robot en la novela pulp No woman born) o Francis Steven (cuyo verdadero nombre era Gertrude Barrows y publicada con seudónimo ya que la escritura no era profesión decorosa).

Claro que la historia comienza con Mary Shelley y ese Frankenstein hecho con fragmentos de otros cuerpos, precursor de los cyborgs. Se sabe, la joven Shelley escribió su relato como lúdica respuesta a un desafío que le propuso su amigo Lord Byron. “La invención, hay que admitirlo humildemente, no consiste en crear del vacío sino del caos”, advertía con agudeza esta chica inglesa de madre feminista –Mary Wollstonecraft– en el prólogo de la novela, escrito en Londres en 1831. Y como Shelley auguró, el caos es tierra pródiga para la escritura.

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