Mucho suele escarbar la literatura en oscuridad y desgarro, es menos frecuente que las letras paseen por la luz, o que recorran esa nitidez que es el equilibrio. Minuscularidades, primer libro de la poeta Emilia Conejo (filóloga, traductora y editora), es un precioso ejemplo de este recorrido.
“Están los que se quedaron colgando de ese acantilado propio, incapaces de aferrarse a la roca por no perder la vista del abismo y poder describirlo en asonante. // Enfrente, los que cruzaron (o no) el desfiladero y tienen tatuada la mano que acompaña, consuela, apunta siempre centrífuga aunque a veces se golpee el pecho en arrebatos furtivos. // Las vistas desde uno y otro lugar son muy diferentes. (…) Pasar de un lado a otro es más fácil de lo que parece”.
Con prólogo de Pedro Provencio y acertado título, Minuscularidades estrena la colección Alcaduz de la editorial Godall. Es una obra whitmaniana en su vitalidad y su exaltación de lo pequeño, con algo de Dickinson en la limpidez con que transita los dos lados de la existencia, el oscuro y el luminoso, sin caer en ningún momento en la negación (tan acorde a la moda-dictadura del pensamiento positivo) ni en el pesimismo.
El resultado es un ejercicio de madurez, un sólido comienzo de recorrido consciente de que estamos hechos de pequeños momentos y de que lo trascendente no es más importante que lo cotidiano. O mejor dicho, lo cotidiano es trascendente, no hay que realizar ninguna rancia división entre la vida y lo literario (recomiendo efusivamente esta entrevista a la autora: promoartyou.com).
A ratos, tiene ese olor a amanecer que se desprende de algunos poemas de Claudio Rodríguez “y entre bambalinas el aroma a abrazo recién/ hecho, nariz con nariz y sol de leche”, y algo de su admirada Olga Orozco, en esa fecundidad verbal con que parece hacer papiroflexia con el lenguaje.