Sin embargo, sí conozco otro viaje no menos arriesgado; de otro modo no estaría aquí. Me sitúo en el punto geográfico exacto donde comienza la lectura de Guibli, libro nos zarandea en su ser paisaje humano, dibuja certeras constelaciones. Quien escribe sus líneas no es una pluma primeriza: ha educado la letra hasta convertirla en un molde nuevo, lleno de asombro y desnudez poética. Guibli, por tanto, es y no es un libro de relatos.
Prefiero llamarlo mapa o lugar para ejercer esa bella profesión que es la de saberse nómada, viajero que no prevé sus movimientos sino que se deja arrastrar por el azar y la intuición primera.
Soy la escaladora –también llamada en ocasiones lectora- y voy a hablaros de los huecos en los que he ido apoyándome hasta ascender a la cima. Aquellos asideros donde la mano se aferra a la roca y todo lo que queda es lenguaje. Mi mano titubea en algunos momentos; mas confío en ella al igual que confío en los cuentos que hacen de Guibli un viaje extraordinario. Vayamos paso a paso, estación a estación:
Uno. La pendiente con la que da comienzo el libro es escarpada. Tejida a dos voces, nos transporta al interior oscuro de un cine, “El Astoria”, donde las imágenes eróticas que parpadean en la pantalla no importan nada en comparación con lo que sucede entre las filas de asientos o en el fondo del baño. Este primer ascenso es incisivo: deja las huellas del mordisco en el cuerpo. Queda en el aire una rotunda presencia de mujer: sexual, nítida y poderosa.
Dos. Pequeño escalón en el que reza esta frase que lo dice absolutamente todo: «En esa época yo no tenía nombre, me dejaba llamar por el de cualquier cosa pequeña».
Tres. Respiración profunda en “Guibli”. Es decir, viento ardiente. Es decir, choque de culturas y de lenguajes. Lo sensual de la asfixia, la sed del animal. Desencuentro de voces y una atmósfera de navaja lorquiana. La herida en la lengua también. La herida en la tráquea. Pero el montañero sigue. El viaje no acaba nunca. La lectura es siempre infinita.
Cuatro. Flashes. Melancolía y vaciamiento: cuatro personajes como cuatro pájaros que hacen nido entre las rocas. Lo roto del porno. Lo roto: la lengua desvencijada en el lunfardo. La belleza también, donde aparentemente no puede suceder.
Cinco. Mientras dura la ascensión resulta imposible no mirar hacia atrás, hacia los orígenes. En “Angélica Vs Universo” aparece la frescura hecha letra, la inocencia velada, el descubrimiento de la madurez que es también el reconocimiento de la pérdida. Un ejercicio de lirismo asombroso. Un relato que es un poema sin dejar de ser un relato. Inasible.
Seis. En esta ocasión la cinta es en blanco y negro. Dos caras de la misma moneda se lanzan en picado en busca de un sueño impreciso que zarandea como el viento cálido de oriente. Mezcla de aromas y de lenguas: árabe, francés, castellano. Pincelada precisa y preciosa que colorea los ojos de quien lee y lo deja temblando hasta el siguiente ascenso.
Siete. Pico de tez lúcida titulado “Roland”, mueca desdentada o risita contenida a modo de fábula cotidiana: la del conquistador que termina atrapado en las redes de su propia trampa.
Ocho. Avanzas de la mano de alguien con una fe ciega. En estas páginas casi grieta monologa aquel se sabe un extraño para la Luz.
Nueve. Ya casi estamos en la cima. La última etapa es aquella que deja el camino sellado, la roca temblorosa. Quién nos acompaña sino un ex domador de fieras, rendido al cansancio, dispuesto a ofrecernos el broche final de su actuación…
Nada sé del viaje a través del desierto, pero la espiral que atraviesa este libro me desborda y ocupa. Ana Ares es la mano que empuña esta escritura camaleónica: sutil en ocasiones y abrupta en otras, al igual que la morfología de una montaña. Ana Ares es también autora de los poemarios Atreverse al Mar (Premio de la Asociación de Editores de Poesía 2008), 55 Minutos (finalista del Leonor 2013) y Otomanía (2015), publicados por la editorial Vitrubio.
Es necesario ponerse en riesgo, escuchar cómo cambia el ritmo de la respiración para amoldarse al de la letra escrita. Guibli nos abate, como no podría ser de otra manera.
Es un viento inesperadamente cálido.
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