“Donde no hay riesgo no puede haber escritura” planteaba Jabès en una entrevista a Marcel Cohen en los ochenta. Esos pasos hacia un encuentro con la palabra, incluso, ese acto de traslucir la imposibilidad, ese libre arrojarse sin saber donde terminará la caída es el sobresalto de un rito, Aral (Colección Once, Ediciones Amargord, 2016), de la poeta Sonia Bueno.
Señales de un descenso a la desintegración del vocablo poético, a su reinvención en una demencia automática, a su explosividad imaginativa en un pesar nocturno, a la interferencia del silencio, una pugna del vacío con el sinsentido, una fuga que busca una certeza en la precariedad: “la palabra huye por un agujero / paralizada por un instante contempla ese agujero”.
Altar con peldaños hacia un barranco mudo. La palabra se aferra a la imagen de lo inexistente y es diseccionada para probar nuevos injertos en su masa profética, en ese decir y su reverso. La realidad pasa a ser una figura del sueño, un tormento hacia un doble, herido, dañado, un territorio donde el aire es tragado por el pánico mutante. Lo que no se ve acecha: “como el agua ausencia invasora ocupa el polvo de su casa / amontona costras sin piel (…)”.
Aquí la palabra se deforma. El espacio en blanco se expande como un hueco y se desarticula un orden comunicativo. Aparece un naturalismo desmembrado, alterado, una fauna perdida en un erial espectral. Se excava en el registro, en un collage que busca certezas perdidas en un tiempo sin almas. Los cuadernos del poema siempre están en un ritmo de errancia absoluta, un movimiento inquieto cuando se desatan los nudos del miedo y se vuelven atar cuando amanece el amasijo de lo abatido.