—Sus padres llevan una panadería en su pueblo. ¿Hay sitio para la poesía entre la masa del pan?
—Eso me parece. La harina, la luz filtrándose entre ella, el silencio… Recuerdo escuchar a mi padre cuando se iba a trabajar por la noche, y pensar en todo el misterio que envolvía su trabajo. Hay toda una mística ahí. Y donde hay misterio suele haber poesía, ¿no?
—¿Cómo fue su despertar poético?
—A los 14 o 15 años empecé a leer poesía. Esto coincidió con una temporada en que daba largos paseos sola por el pinar en mi pueblo. Entonces conocí a Lorca, Neruda, Aleixandre, Vallejo… Recuerdo que mi primer poema, lo primero que yo consideré un poema, lo utilicé para una redacción libre del instituto. Trataba de un edificio que se me derrumba encima o algo así. Bueno, el profesor me llevó aparte y me preguntó si estaba bien, como si yo tuviera algún problema personal (ríe). Desde entonces procuré llevarlo en secreto.
—¿A qué huele la Residencia de Estudiantes? Usted es becaria este año, ¿Cómo es vivir allí?
—Es extraño. Tu cuarto es como de hotel, durante un tiempo me cambié a otro porque pintaban el mío, y excepto por un par de grietas que tenía localizadas, era exactamente igual. Una habitación doppelgänger. La Residencia es a la vez un sitio propio y ajeno, y estar en esa tensión, no sentirme cómoda del todo, me ayuda mucho a trabajar. ¿Que a qué huele? A jaras, a romero, a mimosas. A gatos. A ropa limpia.